No estoy diciendo nada
nuevo, lo sé, si os hablo del poder de fascinación que ejerce el cine. Hasta el
más apocado y timorato de los mortales, una servidora por ejemplo, ha deseado
alguna vez estar en la piel del protagonista de una buena película de aventuras.
Sin duda, porque, por mucho que suframos por el camino, invariablemente todo
termina saliendo bien. Y esa, amigos míos, es una garantía que la vida real no
ofrece. No obstante, no debemos ponernos pesimistas, sino aprovechar las
ocasiones de evasión -y diversión- que el séptimo arte -y la literatura- nos sirven
de cuando en cuando.
Pues bien, evasión y
diversión a raudales es lo que ofrece la trilogía original de Indiana Jones -dejemos al margen la
secuela tardía titulada El reino de la
calavera de cristal -, responsable directo de que toda una generación de
jóvenes se matriculara en las casi ya desaparecidas facultades de Arqueología.
Poco importa que sus experiencias reales nada tuvieran que ver con las de aquel
atractivo aventurero dotado de látigo y sombrero y con miedo cerval a las
serpientes que más parecía un cazatesoros y frustraba los perversos planes de
los Nazis en cada una de sus aventuras. El Indiana Jones de Steven Spielberg se
convirtió en los ’80 en todo un icono y en imagen para el mundo de los
arqueólogos.
Lo que aquí os traigo
hoy, además de la firme recomendación de que, por favor, no os perdáis las tres
primeras de sus aventuras, es el comienzo de La última cruzada, en que el propio Indy es asaltado en el campus
universitario en el que da clase y llevado ante un personaje de intenciones
poco claras que lo invita a participar en la aventura de su vida: la búsqueda
del Santo Grial, ya sabéis, el cáliz que el propio Jesucristo utilizó en la
última cena y en el que, según se cuenta, José de Arimatea recogió su sangre
después de la crucifixión. Y no, no van por aquí los tiros.
El caso es que el bueno
del Doctor Jones improvisa una traducción más que ajustada, según parece, pero
comete, al describir la lápida, un error de principiante. Y vuestra tarea,
muchachos, es enmendarle la plana e identificar dicho error, así que sacad el
boli rojo, fruncid el ceño y corregid, corregid, mis jóvenes amigos.
Est aquam vivite, La deuda de agua, NO aquel que beba mi agua.
ResponderEliminar¡Meeeeeeeec! ¡No van por ahí los tiros! pero... ¡gracias por participar! Is qui aquam bibit sí que significa "aquel que beba mi agua". Bueno, hay un error en la traducción de Indy pero no es ese al que me refiero. Aquí no os va servir de nada el traductor de google -dijo ella frotándose las manos, jejeje-. Puede que el miércoles en clase tratemos de algo que os ayude a solucionar el problema. Mientras tanto, a pensar, a pensar...
ResponderEliminarbueno... me parece una fecha de lo más atrasada el siglo XII para Latín Clásico ¿no? ¿van por ahí los tiros?
ResponderEliminar¡Ding, ding, ding, ding, ding! ¡Tenemos un ganador! Efectivamente, Jorge, la datación de la lápida, siglo XII, es del todo imcompatible con el latín clásico, pues este último es el latín literario, modélico, de una franja relativamente escasa de tiempo, el latín de los siglos I a. C. y I d. C, de autores como Cicerón, Horacio, o nuestros ya viejos conocidos Virgilio y Tito Livio.
ResponderEliminar¡Enhorabuena! No era fácil.
El latín del siglo XII es latín medieval, un latín totalmente aprendido, ya no lengua materna de nadie, como veremos, si nos da tiempo, mañana en clase.